miércoles, 12 de marzo de 2014

Wabi sabi

Fotos: Miguel Morales

Mucho antes de saber que en algún lugar del mundo existía un concepto llamado wabi sabi, ya me atraían los elementos de belleza evanescente como las piedras erosionadas, los metales corroídos, los líquenes que dibujan mapas en las rocas, las hojas ocres del otoño o los matices cromáticos de las oxidaciones, por citar sólo algunos. En el ciclo de las cosas, entre la nada y la nada -de la que procedemos y a la que nos acercamos-, yo me detenía con especial predilección en esa fase donde la vida del objeto parece entrar en decadencia. Ya Marguerite Yourcenar, no sé si influida por los japoneses, había observado que las esculturas forjadas por el tiempo gozan de un sello inconfundible, caracterizado por la irregularidad, el capricho, la imperfección, cualidades que nos acercan al wabi sabi. Hasta en los muebles envejecidos, una tendencia en la decoración actual, o en la ropa vintage, se puede reconocer esa filosofía de la belleza que procede, como las algas o el sushi, del país del sol naciente. Para mí fue toda una revelación; y eso que, sin yo saberlo, había practicado wabi sabi toda mi vida.



Foto: Miguel Morales


El wabi sabi se comprende más por la intuición que por el intelecto. No es fácil definirlo, pues, al modo usual, enumerando sus características distintivas por medio de la palabra, que para la ocasión resulta ser un vehículo cargado de limitaciones. No todos los ojos pueden reconocer el wabi sabi. Sólo una mirada humilde y sin prejuicios sabe encontrar la belleza en las cosas imperfectas, asimétricas, descoloridas, en las piezas que son irrepetibles porque, en su evolución, la naturaleza ha dejado en ellas una huella singular. No es wabi sabi un macizo de flores perfectas, de colores nítidos y de formas equilibradas, y si lo es una rama desnuda y cuarteada de la que brota, en contraste con la aspereza anterior, un cogollito de hojas primaverales. No lo es el aburrido seto cuadrado por la tijera de un jardinero primoroso -por más que a muchos les guste esa imagen-, y si lo es el tronco esculpido por la lluvia, los insectos o las ardillas, transformado por la actividad casual y cambiante de estos factores en un cuadro genial o en la mejor de las novelas.


Foto: Miguel Morales


Antes de conocer el wabi sabi mi casa era un refugio de objetos encontrados. Me gusta creer que su rescate acaeció en el punto justo en que la pátina del tiempo y las tensiones del entorno los había dotado de su personalidad más encantadora. Y así ha sido a mis ojos. Se dice que el wabi sabi escapa de los museos, pero mi casa bien podría ser un museo -al menos un hotel- de la belleza imperfecta. Dice Andrew Juniper que un objeto wabi sabi provoca en quien lo contempla una sensación de serena melancolía y anhelo espiritual. Sintonizo completamente con esa imagen: el paso del tiempo, la fugacidad de la vida, la impermanencia de las cosas. Más que una forma de estética, el wabi sabi es un estilo de vida. Ahí encaja mi resistencia a cubrir las paredes de mi cocina con alacenas de simétricas formas euclidianas. Muebles pulidos, nítidos, regulares: siempre los he visto con recelo. En su lugar, he instalado estanterías fabricadas con pallets destartalados o maderos rescatados de las playas. Sobre sus baldas -que han conocido mundo- se agrupan toda suerte de recipientes para mis hierbas o legumbres, cajas de lata que han atravesado generaciones, vasijas de dibujos desvaídos y veteranos tarros de cerámica con melladuras en los bordes. ¿Es cuestión de gustos? Sí, y de sensibilidades. El tiempo se congela en los elementos wabi sabi, y la vida, que nunca deja de fluir, parece detenerse por un segundo para que la contemplen mis ojos melancólicos mientras espero a dar el siguiente paso.

Foto: Miguel Morales