martes, 22 de abril de 2014

Un vergel que imita al campo



Fotografía: Miguel Morales

Mi casa no vale gran cosa, salvo por mi terraza; y mi terraza no vale gran cosa, salvo por las plantas silvestres. Mi afición por las especies vegetales que crecen libres en la naturaleza me ha llevado a convertir todo el perímetro de mi espaciosa terraza en un vergel que imita al campo. Y ahora que el perímetro exterior ya ha sido invadido empieza a ocuparse un segundo, y no está lejos el día en que la línea de las macetas trace un tercer o cuarto perímetro, como una espiral que se estuviera trazando de la periferia al centro.
Sí, eso es lo que le da sentido a lo que me gusta denominar mi terraza, que es más bien como un curioso patio sin encajonar: hacia delante hay una barandilla y más allá una huerta; y al fondo, lejos, edificios con ventanas como ojos o como bocas. A la izquierda hay una tapia que da a un barranco, y a la derecha otra casa en ángulo recto. Y el cuarto límite, como no podía ser de otro modo tratándose del lugar del que hablamos, es la parte trasera de la casa. Sí, es muy curioso mi patio, un híbrido entre terraza y manzana interior o un espacio inclasificable, no lo sé. Pero bueno, dejémonos de tediosas descripciones. Lo que de verdad importa es mi determinación de crear un entorno con macetas anarquistas rebosantes de plantas libertarias.

Fotografía: Miguel Morales

La mayor parte han crecido solas dejando que la lluvia regase la tierra de los tiestos. No hace falta más. El viento, los pájaros, los lepidópteros, himenópteros o coleópteros, la propia tierra que aloja simientes adormecidas, el agua que cae de las nubes o alguna vez de mi regadera… No hace falta más para que mi jardín brote de la nada aparente y se convierta en un vergel que imita al campo. Y para mi orgullo infinito, no solo al campo. Imita a los bordes de los caminos, a los lugares incultos, a los solares urbanos, a los taludes, a las cunetas, a los resquicios de los muros y a las brechas del pavimento. Sé que todo eso lo tengo fuera de casa; ahora, también, en la parte de atrás de mi casa.

Foto: Miguel Morales
En ocasiones me hago agricultor. Quien entre en mi cocina, antesala de la terraza, descubrirá la mesa repleta de esquejes introducidos en vasos con agua. Están echando raíces antes de su traslado a los tiestos. Algunas plantas las he traído con raíz y aun así casi siempre reponen fuerzas en un vaso de agua. Son plantas que me interesa tener cerca. De algunas admiro su porte, de otras su misterio, de otras la utilidad. Con frecuencia me siento en una silla y las observo largamente. Las estudio, aprendo de ellas. De verdad que, puestos a perder el tiempo, no concibo mejor manera que ésta. Otros se dan a la tele y los programas del corazón. Cuestión de gustos.

Fotografía: Miguel Morales

Llegan mustias del campo y se enderezan con el remojo. Cambiándoles el agua cada día incluso crecen en el vaso, y algunas, que eran simples ramas, en unos días florecen. A mí me gusta ver cómo evolucionan antes de ir a la tierra y cómo lo hacen después, ya trasplantadas. ¿Es perder el tiempo? Las especies que no conozco termino identificándolas con ayuda de mis libros y del tiempo que precise, lo pierda o no, tiempo que a mí nunca se me hace largo. 
El cubrir perímetros de terraza con macetas de malas hierbas será para muchos una excentricidad. El vecino del primero -dirán- no sólo cultiva hierbajos, sino que por el modo de mirarlos diríase que se encuentra ante una flor exótica, a la que incluso se atreve a regar en tiempos de sequía. Es muy raro el vecino del primero.
Y yo digo, a quien me pregunta, que dispongo de un jardín botánico en la trastienda de mi casa; pero también de una farmacia y de una provisión de verduras para los días en que el campo queda lejos de mi cocina; o de mis apetencias, que también puede ser.  

Fotografía: Miguel Morales



jueves, 3 de abril de 2014

Invasoras, indestructibles y alimenticias

 
Fotografía: Miguel Morales



La mirada del agricultor sólo ve unas malas hierbas invasivas. Algunas son una plaga, porque brotan y rebrotan aunque las arranques de cuajo. El agricultor no puede creer que plantas tan maltratadas consigan sobrevivir. Las cultivadas crecen en colchón de plumas, se las mima y sobrealimenta, se las aparta de malas compañías… Y un día, en medio de esa aparente vitalidad con que se muestran al ojo hortelano, un fenómeno atmosférico adverso acaba con ellas. O una pandilla de bichitos que vienen a darse un banquete. Todo les afecta a estas melindrosas.
Sus camaradas silvestres, en cambio, ni se inmutan. Sequías, inundaciones, sed, encharcamiento o venenos fumigados sobre sus hojas turgentes, a todo se habitúan. Aguantan las heladas con la misma entereza que el abrasador sol de julio. Hasta en el peor de los casos, masacradas tras desigual combate con las cortadoras de césped, estas heroínas vuelven a asomar. Una, dos, las veces que la máquina genocida actúe, sólo un ápice de raíz anclado en tierra será suficiente. Y una nueva planta orgullosa crecerá para desafiar al mundo.
La mirada del agricultor sólo ve malas hierbas. Yo veo verdura. ¿No habría que aprovecharse de ese privilegio? No tienes que ocuparte de regarla, la puedes pisar y te puedes olvidar de que crece ahí en el prado, por su cuenta y sin pedirte nada, y que te espera para cuando la necesites. Sólo tienes que ir y recogerla. Al poco tiempo tendrás una nueva planta, o la misma replicada, rebrotada, multiplicada, da igual, las plantas silvestres siempre se las arreglan para sobrevivir. Llevan haciéndolo sin ayuda desde la prehistoria. 
Yo veo verdura. ¿Por qué habría de ver otra cosa? Es verdura. Con sólo un minuto de recolección he acopiado ingredientes para un arroz a la carnicera, con hierba carnicera, claro, una especie invasora e indestructible que, para mayor suerte, ¡se come! Crece por doquier, en huertas, prados, solares, muros. Unas pocas hojas bastan para un arroz, hojas que la planta repondrá en poco tiempo. ¿No estamos de enhorabuena?


Hierba carnicera
Foto: Miguel Morales

La hierba carnicera, cuyo nombre científico es Conyza bonariensis (o Eringerum canadensis), es también una planta medicinal. Es diurética, depurativa y antirreumática. Especialmente indicada para eliminar el ácido úrico. Ecelente para tratar la cistitis y otras afecciones urinarias. Tiene propiedades hepatoprotectoras y actúa eficazmente en casos de gastritis y úlceras de estómago o duodeno. Por vía externa es cicatrizante y antiinflamatoria. Mejora su potencial curativo al asociarla con llantén (para cicatrizar) y con malva (como antiinflamatorio). 
A la vista de los beneficios que nos aporta, ¿qué sentido tiene esa inquina contra la hierba  carnicera, excepto llenar los bolsillos de Monsanto? Si hasta puede ser útil en la agricultura: sus hojas repelen a los pulgones y la planta constituye un magnífico abono verde. ¿A qué viene tanta fijación con la guerra química hasta la victoria final? Intentan erradicar el amaranto -otra mala hierba- de los cultivos de soja. Y ocurre que el amaranto resiste el herbicida, pero la soja no. Qué bonita paradoja. O ésta: resulta que el amaranto es una de las mejores verduras que existen, y sus semillas, sumamente alimenticias, son más proteicas que las de la soja. Se ve que el exceso de civilización nos ha aflojado un tornillo en nuestra cabeza. 
¿Quieres una verdura que crece sola, que se recolecta con dos dedos, que se limpia en un abrir y cerrar de ojos, que se cuece en el tiempo de un arroz y con un sabor suave y ligeramente aromático? Estamos hablando de la hierba carnicera. No hay modo más inteligente de controlar las plantas invasoras comestibles que... ¡comiéndolas! Cuesta creer las vueltas que hay que dar para llegar a este sencillo razonamiento.


Invasoras, indestructibles y alimenticias
Foto: Miguel Morales