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Fotos: Miguel Morales |
Mucho antes de saber que en algún lugar del mundo existía un
concepto llamado wabi sabi, ya me atraían los elementos de belleza evanescente
como las piedras erosionadas, los metales corroídos, los líquenes que dibujan
mapas en las rocas, las hojas ocres del otoño o los matices cromáticos de las
oxidaciones, por citar sólo algunos. En el ciclo de las cosas, entre la nada y
la nada -de la que procedemos y a la que nos acercamos-, yo me
detenía con especial predilección en esa fase donde la vida del objeto parece entrar en
decadencia. Ya Marguerite Yourcenar, no sé si influida por
los japoneses, había observado que las esculturas forjadas por el tiempo gozan
de un sello inconfundible, caracterizado por la irregularidad, el capricho, la imperfección,
cualidades que nos acercan al wabi sabi. Hasta en los muebles envejecidos, una tendencia en la decoración actual, o en la ropa vintage, se puede reconocer esa
filosofía de la belleza que procede, como las algas o el sushi, del país del
sol naciente. Para mí fue toda una revelación; y eso que, sin yo saberlo,
había practicado wabi sabi toda mi vida.
El wabi sabi se
comprende más por la intuición que por el intelecto. No es fácil definirlo, pues, al modo usual, enumerando sus
características distintivas por medio de la palabra, que para la ocasión
resulta ser un vehículo cargado de limitaciones. No todos los ojos pueden reconocer el wabi sabi. Sólo una
mirada humilde y sin prejuicios sabe encontrar la belleza en las cosas
imperfectas, asimétricas, descoloridas, en las piezas que son irrepetibles
porque, en su evolución, la naturaleza ha dejado en ellas una huella singular.
No es wabi sabi un macizo de flores perfectas, de colores nítidos y de formas
equilibradas, y si lo es una rama desnuda y cuarteada de la que brota, en
contraste con la aspereza anterior, un cogollito de hojas primaverales. No lo
es el aburrido seto cuadrado por la tijera de un jardinero primoroso -por más
que a muchos les guste esa imagen-, y si lo es el tronco esculpido por la
lluvia, los insectos o las ardillas, transformado por la actividad casual y
cambiante de estos factores en un cuadro genial o en la mejor de las novelas.
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Foto: Miguel Morales |
Antes de conocer el wabi sabi mi
casa era un refugio de objetos encontrados. Me gusta creer que su rescate
acaeció en el punto justo en que la pátina del tiempo y las tensiones del
entorno los había dotado de su personalidad más encantadora. Y así ha sido a
mis ojos. Se dice que el wabi sabi escapa de los museos, pero mi casa bien podría
ser un museo -al menos un hotel- de la belleza imperfecta. Dice Andrew Juniper que un objeto wabi sabi provoca en quien lo
contempla una sensación de serena melancolía y anhelo espiritual. Sintonizo
completamente con esa imagen: el paso del tiempo, la fugacidad de la vida, la
impermanencia de las cosas. Más que una forma de estética, el wabi sabi es un
estilo de vida. Ahí encaja mi resistencia a cubrir las paredes de mi cocina con
alacenas de simétricas formas euclidianas. Muebles pulidos, nítidos, regulares: siempre los he visto con recelo. En su lugar, he instalado estanterías fabricadas con pallets destartalados o
maderos rescatados de las playas. Sobre sus baldas -que han conocido mundo- se
agrupan toda suerte de recipientes para mis hierbas o legumbres, cajas de lata que han
atravesado generaciones, vasijas de dibujos desvaídos y veteranos tarros de cerámica con melladuras en los bordes. ¿Es cuestión de gustos? Sí, y de sensibilidades. El tiempo se congela en los elementos wabi sabi, y la vida, que nunca deja de fluir, parece detenerse por un segundo para que la contemplen mis ojos melancólicos mientras espero a dar el siguiente paso.
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Foto: Miguel Morales |
Oh, qué bonito! Ver las cosas de otra manera, apreciar la belleza del otoño de las cosas (y de las personas). No se me había ocurrido.
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