Fotografía Miguel Morales |
Si desde el pasado diese un salto al día de hoy creería que
el avance de los desiertos había llegado a la calle de mi infancia. Esa calle,
entonces flanqueada por árboles vigorosos, es hoy como una estepa cruzada por
una línea de asfalto. No es la pérdida de los adoquines lo que me entristece,
que también un poco, sino la desaparición de mis amigos los árboles. En su
mayoría castaños, aquellos ejemplares que tal vez han nacido con el primer
pavimento de la avenida, fueron las víctimas de la última torpeza municipal. Y
no es -que también un poco- por lo desprotegidos que nos han dejado sin sombras
veraniegas ni parapetos invernales. Es que aquellos árboles que dispensaban
refugio los días inclementes nos surtían de castañas durante los otoños de mi
niñez. Dulces y jugosas castañas, gratuitas y suficientes para llenar las
despensas de todo un vecindario.
Hoy, en el desierto que brota tras el paso de la piqueta,
reproduzco en mi imaginación un suelo tapizado de erizos a medio abrir, en
donde reconozco la misma imagen de la voluptuosidad. Pero lo que de verdad veo
es otra cosa. No hay tierra bajo mis pies y una mirada a las alturas me conecta
directamente con las nubes. Piso asfalto y desolación, y hacia arriba ni una
triste hoja de los árboles que no hay. También es por la belleza que se ha ido
con los árboles sacrificados, aunque son las castañas que nadie recogerá lo que
me entristece. Es inútil pararse en la calzada y querer materializar el pasado
con una mirada fija. La calle de mi infancia existe cuando cierro los ojos y
miro hacia dentro de mi mente. No me basta con recordar o con mezclar memoria
con fantasía. He de rendirme a la evidencia: el avance de los desiertos ha
llegado hoy hasta aquí.
Fotografía Miguel Morales |
¿Y a quién le importa? ¿Cuántas personas de mi calle
conservan esa mirada nostálgica al pasado arbolado y castañero? De los
recolectores de entonces ya nadie vive allí, ni yo mismo, aunque voy a menudo.
Y no se ha producido relevo generacional porque son los árboles los que ya no
vuelven, ni siquiera de visita. En la calle ensanchada con un nuevo carril
ningún niño de hoy reconocería en el asfalto la hilera de árboles que ya no
existe. Esa puerta se ha cerrado, y he de asumirlo.
Ello no me impide seguir clamando en el desierto de mi calle por la vuelta de los frutos
arbóreos a la alimentación. Reclamo su
mayor presencia en la pirámide de los alimentos en un lugar de honra: al lado de los cereales, a los que pueden complementar cuando no sustituir. Una mayor aportación arbórea ocuparía el espacio de los cereales en retroceso, cuestión de equilibrio y, más que nada, de independencia: bonita palabra para estos tiempos que corren, dominados por poderes oscuros y nauseabundos petróleos. Reducir la dependencia del cereal es un gesto de soberanía alimentaria, clamo en el desierto de mi calle.
Foto: Miguel Morales |
Y así como reducimos la dependencia, incitamos a la colaboración. En muchos aspectos los frutos arbóreos se pueden equiparar a los cereales, y lo mismo sus harinas. Si se mezclan ambas -las arbóreas y las terrestres- se
logran sabores deliciosos, además de combinaciones de nutrientes muy
interesantes para la salud. Recuerdo el éxito de unas filloas en la última Feira Franca de Pontevedra: tres partes de harina de castaña por una de trigo. Y es que la insulsa harina
de los cereales gana mucho en asociación con la exquisita castaña. O con la
bellota de encina, que también es dulce. La del roble, sin embargo, debe
desamargarse previamente para eliminar el exceso de taninos. Es un
procedimiento fácil del que ya hablaremos.
Aguacate en el jardín de una iglesia Foto: Miguel Morales |
Si mi opinión contase, aconsejaría ganarle terreno a la agricultura en beneficio de los árboles de fruto. Castaños, robles, encinas, nogales, hayas, avellanos... A medida que escribo estos nombres se me hace la boca agua. Grandes pueblos han crecido a su sombra mientras castañas, bellotas o hayucos llenaban su estómago. ¿Es que hoy no merecemos sombra? Hemos deforestado sus colonias sin pensar que cada uno que caía era una despensa menos para el estómago de la humanidad. ¿Es que no merece el estómago de la humanidad multiplicar, y no diezmar, sus despensas? Adelante pues, por la multiplicación. Por el pasado y el futuro bellotero, por la independencia y la cosa pública. Salud.
Nunca pensé que pudiese haber tanta poesía en lo que ahora se da en llamar "arboricidio".
ResponderEliminarPoesía antiarboricida, podríamos decir. Gracias por tu comentario, también muy poético.
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